Ciudad de México sufrió un estallido que sacudió no solo la infraestructura, sino también la conciencia colectiva. En pleno corazón de Iztapalapa, un camión cisterna cargado con 49,500 litros de gas volcó sobre un puente a eso de las 2:20 PM, desencadenando una explosión que dejó una estela de muerte, quemaduras de segundo y tercer grado, escombros y un grito de alerta para las autoridades y la población.
El saldo es trágico: cuatro personas muertas y al menos noventa con heridas graves, muchas de ellas bajo un fuego que devoró todo a su paso. Vehículos cercanos quedaron calcinados o deformados; automóviles estacionados y transeúntes inocentes fueron sorprendidos por un infierno inesperado. Imágenes de pánico se propagaron en redes como testimonios dolorosos de quienes solo intentaban seguir su camino
La alcaldesa Clara Brugada ha confirmado que la fiscalía ya investiga las causas: ¿fallas del vehículo? ¿error humano? ¿mal mantenimiento? Lo cierto es que un volumen gigantesco de gas y una ubicación inadecuada del transporte cargado cerca de zonas densamente pobladas son una combinación letal.
Las víctimas, muchas de ellas quemadas gravemente, fueron trasladadas inmediatamente a varios hospitales, donde se enfrentan a cirugías, cuidados intensivos y traslados urgentes. La tragedia no solo deja heridas físicas, sino un daño emocional profundo: familias separadas, hogares afectados, negocios destruidos.
Esta explosión pone de nuevo sobre la mesa preguntas que se repiten en México y en muchas grandes ciudades latinoamericanas:
¿Qué tan regulado está el transporte de sustancias peligrosas como el gas?
¿Se cumplen las normas de seguridad adecuadas en mantenimiento, rutas y condiciones del vehículo?
¿Qué protocolos de emergencia existen para evitar que, tras un accidente de este tipo, se convierta en desastre mayor?
Porque no es solo un accidente: es un recordatorio de que donde fallan prevención, normas y responsabilidad, la vulnerabilidad humana queda expuesta. Y hoy, Iztapalapa duele.